¡Les mando besitos de amor!
Twitter: @LlaveDeCristal
Corin no podía dormir. Se levantó de la cama y encendió la
luz del cuarto de baño para comprobar en el espejo que seguía estando allí. El
rostro que lo miró a su vez era el de un desconocido, pero los ojos le
resultaron familiares. Aquellos ojos llevaban casi toda su vida mirándolo, pero
en ocasiones él desaparecía y los ojos no lo veían.
Sobre el lavabo tenía alineados toda una serie de frascos
amarillos de medicinas, por tamaño, para poder verlos todos los días al
levantarse de la cama y acordarse de tomar la medicación. Ya habían
transcurrido varios días —no recordaba exactamente cuántos— desde que tomó las
pastillas. Ahora se veía, pero cuando se tomaba las pastillas se le embotaba la
mente y se difuminaba en la niebla.
Era mejor, le habían dicho, que permaneciese en medio de
aquella niebla, oculto. Las píldoras funcionaban tan bien que a veces incluso
se olvidaba de que estaba allí. Pero siempre existía la sensación de que algo
iba mal, como si el universo estuviera torcido, y ahora sabía lo que era. Tal
vez las pastillas lo ocultaran, pero no podían hacerlo desaparecer.
Desde que dejó de tomar las pastillas no había podido
dormir. Sí, de vez en cuando daba una cabezada, pero el verdadero sueño lo
eludía siempre. En ocasiones tenía la sensación de temblar violentamente por
dentro, aunque cuando extendía las manos las tenía quietas. ¿No contendrían las
pastillas alguna sustancia adictiva? ¿Le habrían mentido? No quería ser un
drogadicto; la adicción era una señal de debilidad, le había dicho siempre
Madre. Él no podía ser un adicto porque no podía ser débil. Tenía que ser
fuerte, tenía que ser perfecto.
Oyó el eco de la voz de ella en su cabeza.
—Mi hombrecito perfecto —lo había llamado, acariciándole la
mejilla.
Siempre que le fallaba, siempre que era menos que perfecto,
su cólera resultaba tan abrumadora que todo su mundo amenazaba con abrirse por
las costuras. Era capaz de hacer lo que fuera para no decepcionar a Madre, pero
le había ocultado un secreto terrible: a veces había desobedecido
deliberadamente, sólo un poco, para que ella lo castigara. Incluso ahora, el
hecho de recordar aquellos castigos le causaba un cierto placer. Ella se habría
sentido muy desilusionada si hubiera adivinado el placer secreto de su hijo,
por eso él siempre se esforzó por mantenerlo oculto.
A veces la echaba mucho de menos. Ella siempre sabía lo que
había que hacer.
Por ejemplo, Madre sabría qué hacer respecto de aquellas
cuatro zorras que se burlaban de él con su lista de condiciones del hombre
perfecto. ¡Como si ellas supieran lo que era la perfección! Él sí lo sabía.
Madre lo sabía. Siempre había procurado con todas sus fuerzas ser su hombrecito
perfecto, su hijo perfecto, pero siempre se había quedado corto, incluso en
aquellas ocasiones en las que se portaba mal sólo un poco, a propósito, para
que ella lo castigase. Siempre había sabido que había en su interior una
imperfección que jamás podría corregir, que siempre decepcionaba a Madre
simplemente por el hecho de existir.
Se creían muy listas aquellas cuatro zorras... Le gustó cómo
sonaba, las Cuatro Zorras, como si se tratara de alguna perversa deidad romana.
Las Furias, las Gracias, las Zorras. Intentaron hacerse las graciosas ocultando
sus identidades con las letras A, B, C y D en vez de usar sus nombres. Había
una en concreto que él odiaba, que había dicho: «Si un hombre no es perfecto,
debe esforzarse más por serlo». ¿Qué sabían ellas? ¿Alguna vez habían intentado
dar la talla para llegar a un nivel tan imposiblemente alto que sólo la
perfección podría alcanzarlo, y habían fracasado cada uno de los días de su
vida entera? ¿Habían hecho eso?
¿Sabían ellas lo que
había supuesto para él intentarlo una y otra vez, sabiendo en su interior que
iba a fracasar, hasta que por fin aprendió a disfrutar del castigo porque era la
única manera de vivir con aquello? ¿Lo sabían?
Las zorras como ellas no merecían vivir.
Sintió de nuevo aquel temblor interno y se rodeó a sí mismo
con los brazos para sostenerse. Era culpa de ellas que no pudiera dormir. No
podía dejar de pensar en ellas, en lo que habían dicho.
¿Cuál era de las cuatro? ¿Era aquella rubia teñida, Eugenia
Suarez, la que meneaba el trasero delante de todos los hombres como si fuera
una diosa y ellos no fueran más que perros que acudieran corriendo a su lado
cuando ella quisiera? Había oído decir que estaba dispuesta a acostarse con
todo el que se lo pidiera, pero que la mayoría de las veces se adelantaba a
ellos. Madre se habría horrorizado ante un comportamiento tan superficial.
«Algunas personas no merecen vivir.»
La oía susurrar aquella frase dentro de su cabeza, lo que le
decía siempre que no se tomaba las pastillas. Él no era el único que
desaparecía cuando tomaba la medicación tal como le habían dicho; también
desaparecía Madre. A lo mejor desaparecían los dos juntos. No lo sabía, pero
esperaba que así fuera. A lo mejor ella lo castigaba por tomarse las pastillas
y hacerla desaparecer. A lo mejor era ésa la razón por la que él se tomaba las
pastillas, para que Madre y él pudieran desaparecer y... No, aquello no era
correcto. Cuando tomaba las pastillas era como si él no existiera.
Sintió que aquel pensamiento lo abandonaba. Lo único que
sabía era que no quería tomar las pastillas.
Quería averiguar qué zorra era
cada zorra. Eso le pareció gracioso, de modo que lo repitió para sí y rió en
silencio. Qué zorra era cada zorra. Genial.
Sabía dónde vivían todas ellas. Había obtenido sus direcciones de sus archivos en el trabajo.
Era muy fácil para cualquiera que supiera hacerlo, y por supuesto nadie le
había hecho preguntas.
Iría a casa de ella y averiguaría si era la que había dicho
aquello tan estúpido y horroroso. Estaba bastante seguro de que había sido
Eugenia. Sentía deseos de darle una lección a aquella zorra viciosa y necia. A
Madre la complacería mucho.
-.-
Eugenia era nocturna, incluso durante la semana laboral. No
necesitaba dormir demasiado, de manera que aunque ya no salía con tanto fervor
como cuando era más joven —digamos, durante la treintena—, era rara la ocasión
en que se acostaba antes de la una de la madrugada. Veía películas antiguas en
la televisión; leía tres o cuatro libros por semana; hasta había desarrollado
un gusto por el punto de cruz. Tenía que reírse de sí misma cada vez que cogía
su labor de punto de cruz, porque aquello tenía que ser una prueba de que la
chica amiga de fiestas se estaba haciendo mayor. Pero es que cuando hacía punto
de cruz vaciaba la mente. ¿Quién necesitaba practicar la meditación para
conseguir la serenidad interior cuando podía lograr el mismo efecto
reproduciendo con hilo y aguja un pequeño dibujo en colores a base de
crucecitas? Al menos, cuando terminaba un dibujo tenía algo que enseñar a
cambio.
A lo largo de su vida había probado muchas cosas que la
gente seguramente no esperaría de ella, se dijo. Meditación. Yoga. Autohipnosis.
Por fin decidió que una cerveza surtía el mismo efecto y que su interior estaba
todo lo sereno que podía estar. Era lo que era. Si a alguien no le gustaba, que
se jodiera.
Por regla general, un viernes por la noche Bruck y ella iban
a un par de bares, bailaban un poco y se tomaban unas cuantas cervezas. Bruck
era buen bailarín, lo cual resultaba sorprendente porque tenía más bien la
pinta de ser de ésos que preferían morirse antes que saltar a una pista de
baile, una especie de cruce entre un camionero y un ciclista. No era muy buen
conversador, pero desde luego se le daba bien moverse.
Había pensado en
salir sin él, pero la idea no la entusiasmó demasiado. Con todo el bullicio que
se había armado aquella semana por culpa de la maldita Lista, se sentía un poco
cansada. Le apetecía ponerse cómoda con un libro y descansar. Quizá saliera la
noche siguiente.
Echaba de menos a Bruck. Echaba de menos su presencia, en
cualquier caso, si no a él en concreto. Cuando no estaba en la piltra o
bailando, resultaba bastante aburrido. Dormía; bebía cerveza; veía la
televisión. Eso era todo. Tampoco era tan buen amante, pero sí muy vehemente.
Nunca estaba demasiado cansado, y siempre se mostraba dispuesto a probar
cualquier cosa que ella quisiera.
Aun así, Bruck era una prueba más de que a ella no se le
daba bien ligar con hombres. Por lo menos ya no era tan tonta como para casarse
con ellos. Con tres veces ya era suficiente, gracias. Lali se preocupaba porque
se había comprometido en tres ocasiones, pero al menos no se había casado tres
veces. Además, lo que ocurría era que Lali no había conocido a nadie que
estuviera a su altura. Tal vez aquel policía...
Diablos, probablemente no. La vida le había enseñado a
Eugenia que las cosas rara vez salen como es debido. Siempre había un bache en
la carretera, un fallo técnico en el software.
Ya era pasada la medianoche cuando sonó el timbre de la
puerta. Colocó un papel entre las páginas del libro para no perder el punto de
lectura y se levantó del sofá en el que estaba repantigada. ¿Quién demonios
podía ser? No sería Bruck que regresaba, porque tenía una llave.
Eso le recordó que tenía que cambiar las cerraduras. Era
demasiado precavida para limitarse a recuperar su llave y suponer que él no
había hecho un duplicado. Hasta el momento no había demostrado tener costumbres
cleptómanas, pero nunca se sabía qué podría hacer un hombre enfurecido con una
mujer.
Como era precavida, observó por la mirilla. Frunció el ceño
y dio un paso atrás para abrir y retirar la cadena.
—Hola —dijo, abriendo la puerta—. ¿Sucede algo malo?
—No —dijo Corin, y a continuación la golpeó en la cabeza con
el martillo que escondía junto a la pierna.
holis ahy asta ami me dolio para no se muere euge no ? q tengas buen finde bss noe
ResponderEliminarMassd
ResponderEliminarMas!! me encanta!!
ResponderEliminarvolviiii!!! otrooo por favor!!
ResponderEliminarsaludoooos gabi