¡Bienvenida a las nuevas lectoras! Se acerca navidad...ya siento los regalos, y los suspiros de decepcion de mis primos por no tener lo que pidieron ja! Hasta mañana, les mando besitos de amor!
La señora Kulavich pareció escandalizarse.
— ¿Peter, un traficante de drogas? Dios mío. No, él jamás
haría una cosa así.
—Es un alivio. —Lali sonrió de nuevo—. Supongo que será mejor que
empiece a segar antes de que haga más calor.
—No olvide beber mucha agua —le aconsejó la señora Kulavich
a su espalda.
—Así lo haré.
Bueno, maldición, pensó Lali al tiempo que sacaba el cubo de
la basura del asiento trasero. Así que el tipejo de al lado era policía; no
había mentido. Adiós a su sueño de ver cómo se lo llevaban esposado.
Depositó el cubo junto al porche de atrás de la casa y acto
seguido sacó del maletero el cubo de plástico que se había comprado para ella.
Si no hubiera sido de plástico, no habría podido meterlo allí dentro, pero el
plástico se comprimía. Cuando abrió el maletero, el cubo saltó hacia ella como
si estuviera vivo. Lo colocó detrás de la pequeña barandilla de la cocina,
justo para que no se viera desde la calle, y a continuación volvió a entrar en
la casa y se puso rápidamente unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes.
Aquél era el atuendo que usaban las mujeres de los barrios de las afueras para
cortar el césped, ¿no? Entonces se acordó de sus vecinos ancianos y cambió la
camiseta sin tirantes por otra normal; no quería provocarles un infarto.
Experimentó una cierta emoción al abrir el candado de las
puertas del garaje y penetrar en el interior. Rebuscó hasta dar con el
interruptor que encendía la única bombilla del techo. Allí estaba el orgullo de
su padre, totalmente cubierto por una funda de loneta hecha a medida y forrada
de fieltro para que no se rayara la pintura. Maldita sea, ojalá lo hubiera
dejado en casa de Patricio. El automóvil no suponía tanto problema como Bubú,
pero la tenía mucho más preocupada.
El factor decisivo para dejarlo en casa de ella, pensó, era
que su garaje tenía aún aquellas puertas dobles pasadas de moda en lugar de una
moderna que se deslizara hacia arriba. A su padre lo preocupaba que se viera el
coche desde la calle, y Lali podía entrar en el garaje sin abrir las puertas
más que los treinta centímetros que necesitaba para colarse ella misma,
mientras que en el garaje doble de David se veía todo cada vez que se levantaba
la puerta. A la primera oportunidad que se le presentara, pondría una puerta
automática.
Había tapado su cortadora nueva con una sábana para que no
se llenase de polvo. Retiró la sábana y pasó la mano por el frío metal. Quizás
aquel garaje tan poco tecnificado no fuera el factor decisivo para que ella
cuidara del coche; quizá fuera porque ella era la única de sus hermanos que
sentía el mismo entusiasmo por los coches que su padre. Ella era la única que
metía la nariz en el sedán que poseía la familia para observar las misteriosas
entrañas mecánicas mientras su padre cambiaba el aceite y las bujías.
Cuando tenía diez años, ya lo ayudaba. Cuando tuvo doce, se
encargaba ella misma de la tarea. Durante un tiempo pensó en la posibilidad de
hacerse ingeniera mecánica de automóviles, pero ello suponía varios años de
estudios, y en realidad no era tan ambiciosa. Lo único que deseaba era un
empleo bien pagado que no le resultara odioso, y se le daban tan bien los
números como los motores. La encantaban los coches, pero no quería convertirlos
en un trabajo. Sacó la cortadora de césped pasando por el costado del automóvil
de su padre, con cuidado de no rozarlo. La funda de loneta lo protegía del
polvo, pero no quería arriesgarse en lo que concernía a aquel coche. Abrió una
de las puertas del garaje justo lo suficiente para sacar la cortadora y condujo
a su bebé a la luz del sol. La pintura roja lanzó destellos; las barras del
manillar resplandecían. Oh, qué bonita era.
En el último minuto se acordó de algo acerca del ritual de
cortar el césped, y llevó su coche hasta la calle; había que tener cuidado de
no levantar accidentalmente alguna
piedra que pudiera romper una ventanilla o rayar la pintura. Lanzó una mirada
al automóvil del tipejo de al lado y se encogió de hombros; tal vez advirtiera
las huellas de Bubú, pero no apreciaría un arañazo más en aquel cacharro.
Con una sonrisa de felicidad, encendió el pequeño motor.
Lo curioso de cortar el césped, descubrió, era que uno
experimentaba una sensación instantánea de realización. Uno veía el lugar
exacto por el que había pasado y lo que había conseguido. Su padre y Patricio siempre
se hacían cargo de aquella tarea cuando ella era niña, para gran alivio suyo,
porque segar la hierba le parecía aburrido. Sólo cuando se hizo mayor
comprendió el atractivo que suponía tener hierba propia, y ahora tenía la
sensación de haber logrado por fin, a la edad de treinta años, entrar en el
mundo de los adultos. Era dueña de una casa. Cortaba su césped. Genial.
Entonces, algo le dio unos golpecitos en el hombro. Lanzó un
chillido y soltó el manillar de la segadora antes de apartarse hacia un lado y
volverse hacia su atacante. La cortadora de césped se paró en seco.
Allí estaba el vecino, con los ojos inyectados en sangre, un
gesto feroz en la cara y la ropa sucia; su aspecto habitual. Alzó una mano y
puso la palanca de la segadora en la posición de apagado, y el eficiente motorcillo
se detuvo con un gruñido.
Silencio.
Durante un segundo, más o menos.
— ¿Se puede saber para qué demonios ha hecho eso? —rugió
Lali. Enrojeció por la ira al tiempo que se acercaba un poco más, cerrando la
mano en un puño de manera inconsciente.
—Tenía entendido que estaba procurando dejar de decir
groserías—la provocó él.
— ¡Usted sería capaz de hacer decir tacos a un santo!
—Eso la deja fuera a usted, ¿no es así?
— ¡Tiene toda la maldita razón!
Él se fijó en su mano derecha.
— ¿Va a usar eso, o va a mostrarse razonable?
— ¿Qué...? —Bajó la vista y vio que tenía el brazo
flexionado a medias, con el puño ya echado hacia atrás. Abrió los dedos con
gran esfuerzo, pero éstos de nuevo adoptaron inmediatamente la posición de ataque.
De verdad que deseaba propinarle un puñetazo, y se puso todavía más furiosa por
no poder hacerlo.
— ¿Razonable? —chilló, acercándose un poco más—. ¿Usted quiere
que me muestre razonable? ¡Es usted el que me ha dado un susto de muerte y ha
apagado mi segadora!
—Estoy intentando dormir —replicó él, recalcando cada
palabra con una pausa—. ¿Es mucho pedir que tenga un poco de consideración?
Lali lo miró boquiabierta.
—Actúa como si yo estuviera cortando el césped al amanecer.
¡Son casi las diez de la mañana! Y no soy la única que está cometiendo el grave
delito de cortar hierba. Escuche —le ordenó, refiriéndose al ruido amortiguado
de otras cortadoras de césped del vecindario que se oía por la calle.
— ¡Esos no están segando justo delante de la ventana de mi
dormitorio!
—Pues entonces acuéstese a una hora decente. ¡No es culpa
mía que se pase levantado casi toda la noche!
El rostro del vecino se estaba poniendo tan rojo como el de
ella.
— ¡Formo parte de un equipo especial, señora! Y eso incluye
tener un horario irregular. ¡Duermo cuando puedo, lo cual, desde que ha venido
usted, no ha sido precisamente muy a menudo!
Lali levantó las manos.
— ¡Muy bien! ¡Estupendo! Ya terminaré de segar esta noche,
cuando refresque. —Hizo el gesto de mandarlo a paseo—. Vuélvase a su cama. Yo
me meteré en casa y me quedaré ahí dentro sentada durante las próximas once
horas. ¿O también eso perturbará sus bellos sueños? —inquirió en tono irónico.
—No hasta que le metan un petardo por el culo —soltó él, y
regresó furioso a su casa.
Probablemente existía una ley que prohibía lanzar piedras a
la casa de una persona, pensó Lali.
Echando humo, volvió a guardar la cortadora de césped en el
garaje, echó el candado cuidadosamente y sacó su coche del camino de entrada.
Le gustaría demostrarle a aquel tipo lo que era capaz de hacer con unos cuantos
petardos, y desde luego que no sería sentarse encima de ellos.
Entró furiosa y miró con cara de pocos amigos a Bubú, que
hizo caso omiso de ella, concentrado en lamerse las patas.
—Un equipo especial —rugió—. Que no soy razonable. Lo único
que tenía que hacer era explicarse en tono normal, y yo no habría tenido
inconveniente en apagar la cortadora de césped hasta más tarde. Pero no; tenía
que portarse como un asno.
Bubú la miró.
—Asno no es una palabrota —dijo a la defensiva—. Además, no
es culpa mía. Voy a contarte un secreto de nuestro vecinito, Bubú; ¡Desde
luego, no es el hombre perfecto!
Jajajajajajaja ME ENCANTA :D Quiero maaaaaaaaaaaaaaaaas!
ResponderEliminar¿Cuantos caps tiene la novela?
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