Lali se golpeó la cabeza contra el suelo, y un puñetazo
oblicuo la alcanzó en la mejilla. Se le había quedado un brazo atrapado debajo
de un vecino caído por tierra, pero con la mano que tenía libre consiguió
pellizcar al borracho en la cintura y retorcerle la carne con todas sus
fuerzas. Él bramó igual que un búfalo herido.
Entonces, de repente desapareció, alguien lo levantó como si
no pesara más que una almohada. Mareada, lo vio derrumbarse en el suelo a su
lado, con el rostro aplastado contra la tierra y los brazos a la espalda
mientras alguien le ponía unas esposas.
Logró incorporarse hasta quedar sentada y se encontró
prácticamente frente a frente con su vecino el tipejo.
—Maldita sea, debería haberme imaginado que se trataba de
usted —rugió él—. Debería detenerlos a los dos por borrachera y alteración del
orden público.
— ¡Yo no estoy borracha! —exclamó Lali indignada.
— ¡No, el que está borracho es él, y usted está alterando el
orden!
La injusticia de aquella acusación la hizo ahogarse de
rabia, lo cual fue una suerte, porque lo que iba a decir probablemente le
habría valido un arresto de verdad.
A su alrededor, mujeres preocupadas ayudaban a sus
maltrechos maridos a ponerse en pie, mimándolos afligidas y buscando arañazos o
huesos rotos. Nadie parecía estar muy magullado tras la refriega, y supuso que
la emoción vivida mantendría sus corazones en buena forma durante varios años
más, por lo menos.
Unas cuantas mujeres se apiñaban en torno a la joven que
había caído al suelo a causa del empujón, cloqueando y alborotando. La joven
sangraba por la parte posterior de la cabeza, y los niños no cesaban de llorar,
quizá por solidaridad, o quizá porque se sentían desatendidos; un momento
después otros dos niños empezaron a lloriquear. A lo lejos se oyó el ruido
estridente de unas sirenas que se acercaban por segundos.
En cuclillas junto al borracho cautivo, sujetándolo con una
mano, Peter miró a su alrededor con expresión de incredulidad.
—Dios —musitó, sacudiendo la cabeza.
La anciana que vivía al otro lado de la calle, con el
cabello gris recogido con bigudíes, se inclinó sobre Lali.
— ¿Se encuentra bien, querida? ¡Ha sido lo más valiente que
he visto en toda mi vida! Debería haber estado aquí, Peter. Cuando ese... ese
matón empujó a Amy, esta joven lo tiró al suelo de culo. ¿Cómo se llama,
querida? —le preguntó, volviéndose hacia Lali—. Yo soy Eleanor Holland; vivo
justo enfrente de usted.
—Lali —respondió ella, dirigió una mirada de pocos amigos a su vecino—.
Sí, Peter, debería haber estado aquí.
—Estaba en la ducha —gruñó él. Tras unos instantes
preguntó—: ¿Se encuentra bien?
—Estoy perfectamente. —Lali se puso de pie. No sabía si
estaba bien o no, pero al parecer no tenía ningún hueso reto y no se sentía
mareada, de modo que no podía haber sufrido grandes daños.
Él le miraba las piernas desnudas.
—Está sangrando por la rodilla.
Lali se miró y vio que el bolsillo izquierdo de sus
pantalones cortos de algodón estaba casi desgarrado. Un reguero de sangre le
corría espinilla abajo procedente de un arañazo en la rodilla derecha.
Arrancó de un tirón lo que quedaba del bolsillo y se apretó
la tela contra la herida.
—No es más que un rasguño.
La caballería, en forma de dos coches patrulla y una
camioneta de servicios médicos, llegó con un despliegue de brillantes luces.
Varios agentes uniformados empezaron a abrirse paso por entre la multitud, mientras
que los vecinos guiaban a los enfermeros hacia los heridos.
Treinta minutos después, todo había terminado. Unas máquinas
retiraron los dos automóviles y los agentes de uniforme se habían llevado al
borracho. A la joven herida, con sus hijos detrás, la llevaron a urgencias para
que le dieran unos puntos en la herida de la cabeza. Todas las heridas leves
habían sido lavadas y vendadas, y los ancianos guerreros fueron conducidos a
sus casas.
Lali aguardó hasta que se hubo ido el personal médico, y
entonces despegó la enorme gasa y el esparadrapo que le cubrían la rodilla.
Ahora que había desaparecido toda emoción, se sentía agotada; lo único que
deseaba era una ducha caliente, unas galletas de chocolate y una cama. Bostezó
y echó a andar calle abajo, en dirección a su casa.
Peter el tipejo la alcanzó y se puso a caminar a su lado.
Ella lo miró un momento y luego volvió a fijar la vista al frente. No le gustaba
la expresión de su cara ni su manera de erguirse sobre ella como si fuera un nubarrón.
Maldición, aquel hombre era bien grande; mediría algo más, bastante más de metro
ochenta, y poseía unos hombros que parecían tener una anchura de un metro.
— ¿Siempre se mete con los pies por delante en situaciones
peligrosas? —le preguntó él en tono conversacional.
Lali reflexionó un instante.
—Pues sí—dijo por fin.
—Cómo no.
Lali se detuvo en medio de la calle y se volvió para
encararse con él, con las manos apoyadas en las caderas.
—Oiga, ¿qué se supone que debía haber hecho, quedarme allí
mirando mientras ese hombre sacudía a la pobre mujer hasta hacerla papilla?
—Podría haber dejado que lo sujetaran un par de hombres.
—Ya, claro, nadie lo estaba sujetando, de modo que no me
senté a esperar.
En aquel momento dobló la esquina un coche que se dirigió
hacia ellos. Peter la tomó del brazo y la apartó a un lado.
— ¿Cuánto mide usted... uno cincuenta y ocho? —le preguntó,
examinándola.
Lali lo miró con gesto torcido.
—Uno sesenta y tres.
Él puso los ojos en blanco y una expresión que decía: «Sí,
claro». A Lali le rechinaban los dientes. Medía uno sesenta y tres... casi.
¿Qué importancia tenía un centímetro más o menos?
—Amy, la mujer a la que ha agredido ese hombre, mide
fácilmente siete centímetros más que usted y probablemente pesa como doce kilos
más que usted. ¿Qué la hizo pensar que podría con él?
—No lo hice —reconoció Lali.
— ¿Qué es lo que no hizo? ¿Pensar? Eso está claro.
No puedo pegar a un policía, pensó ella. No puedo pegar a un
policía. Se lo repitió a sí misma varias veces. Por fin consiguió decir, en un
tono admirablemente neutro:
—No pensé que fuera a poder con él.
—Pero de todos modos lo golpeó.
Ella se encogió de hombros.
—Fue un instante de locura.
—Ahí estamos de acuerdo.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Se detuvo otra vez.
—Mire, ya estoy harta de sus comentarios sarcásticos. Le
impedí que continuara pegando a aquella mujer delante de sus hijos. Enfrentarme
así a él no fue muy inteligente que digamos, y me doy perfecta cuenta de que
podría haberme hecho daño. Pero volvería a hacerlo. Ahora llévese su maldito
culo calle abajo, porque no quiero que camine a mi lado.
—Qué dura —dijo él, y la agarró de nuevo del brazo.
Lali se vio obligada a andar o a ser arrastrada. Como él no
iba a permitirle irse sola a su casa, apretó el paso. Cuanto antes se separase
de él, mejor.
— ¿Tiene prisa? —preguntó él aflojando la mano con que le
sujetaba el brazo y obligándola a seguirle el ritmo, más despacio.
—Sí. Voy a perderme lo... —Trató de recordar lo que daban
por televisión, pero tenía la mente en blanco
—. Bubú está a punto de escupir
una bola de pelo, y quiero estar presente.
—De modo que le gustan las bolas de pelo.
—Son más interesantes que mi compañía actual —repuso Lali en
tono meloso.
Él hizo una mueca.
—Eso me ha dolido.
Por fin llegaron a la altura de la casa, y el vecino tuvo
que soltarla.
—Póngase hielo en la rodilla para que no le salga un moratón
—le dijo.
Ella asintió, dio unos pasos, pero se volvió, y lo vio a él
todavía de pie al final del camino de entrada, observándola.
—Gracias por poner un silenciador nuevo.
Él hizo ademán de ir a decir algo sarcástico, Lali lo vio en
la expresión de su cara, pero entonces se encogió de hombros y se limitó a
decir:
—De nada. —Luego hizo una pausa—. Gracias por mi cubo de la
basura nuevo.
—De nada.
Ambos se miraron fijamente el uno al otro por espacio de unos
segundos, como si estuvieran esperando para ver cuál de los dos reanudaba la
pelea, pero Lali puso fin al empate dando media vuelta y entrando en la casa.
Cerró la puerta con llave y permaneció allí de pie unos instantes, contemplando
el salón acogedor, ya familiar, que sentía como su propio hogar. Bubú había vuelto
a atacar los almohadones; vio más relleno desparramado por la moqueta.
Dejó escapar un suspiro.
—A la porra con esas galletitas de chocolate —dijo en voz
alta—. Esto se merece un helado.
mas me e nencanto
ResponderEliminarme lei todos los capitulos me encanta la nove :) sube pronto (me podrias avisar por twitter cuando subas? @AlexaLilianVR
ResponderEliminaratt:alex
Hola me presento soy tu nueva lectora Camila me encanta esta nove se esta poniendo muy interesante no puedo esperar por mas capítulos, me encanto el capitulo me da risa los comentarios sacasticos de Peter. Saludos besos
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