Perdon por postear tan tarde! Hasta mañana lindas! Les mando besitos de amor!
Todos los
viernes, Lali y tres amigas de Hammerstead Technology, donde trabajaban, se
reunían después del trabajo en Ernie's, un bar restaurante de la zona, para
tomar una copa de vino, cenar algo que no tuvieran que preparar ellas y charlar
de cosas de chicas. Después de pasarse la semana trabajando en un ambiente
dominado por hombres, necesitaban de verdad aquella conversación entre mujeres.
Hammerstead
era una empresa satélite que suministraba tecnología de ordenadores a las
fábricas de General Motors que había en el área de Detroit, y los ordenadores
eran todavía un terreno masculino en gran medida. Además, la empresa era
bastante grande, lo cual quería decir que el ambiente general era un poco raro,
con aquella mezcla, en ocasiones incómoda, de locos de la informática que no
sabían lo que significaba la frase «apropiado para la oficina» y los habituales
y típicos directivos de empresa. Si Lali trabajase en alguna de las oficinas de
investigación y desarrollo en compañía de esos locos, nadie se habría dado
cuenta de que aquella mañana había llegado tarde a trabajar. Por desgracia,
ella era la encargada del departamento de nóminas, y su inmediato superior era un
auténtico obseso del reloj.
Como tenía que compensar el tiempo que había
trabajado de menos aquella mañana, llegó casi con quince minutos de retraso a
Ernie's, pero las otras tres amigas ya habían ocupado una mesa, a Dios gracias.
El local se estaba llenando, tal como sucedía siempre las noches de los fines
de semana, y a Lali no le gustaba esperar en la barra a tener mesa, ni siquiera
cuando estaba de buen humor, lo cual no era ahora el caso.
—Menudo día
—dijo al tiempo que se dejaba caer en la cuarta silla, que estaba vacía.
Mientras daba gracias a Dios, añadió dar las gracias por ser viernes. Había
sido un asco de día, pero era el último, por lo menos hasta el lunes siguiente.
—Dímelo a mí
—murmuró Euge mientras apagaba un cigarrillo y se apresuraba a encender otro—. Últimamente
Bruck está insoportable. ¿Es posible que los hombres sufran de síndrome
premenstrual?
—Ellos no lo necesitan —dijo Lali, pensando en
el tipejo que tenía por vecino... un tipejo policía—. Nacen envenenados por la
testosterona.
—Oh, ¿es eso
lo que les pasa? —Euge puso los ojos en blanco—. Yo creía que era por la luna
llena o algo así. Nunca se sabe. Hoy Kellman me ha tocado el culo.
— ¿Kellman?
—repitieron las otras tres al unísono, atónitas, atrayendo la atención de todos
los que las rodeaban. Rompieron a reír, pues de todos los posibles acosadores,
aquél era el menos probable.
Derek
Kellman, de veintitrés años, era la definición personificada de tipo anodino y
pirado. Era un individuo alto y desgarbado, y se movía con la gracia de una
cigüeña borracha. Tenía la nuez tan prominente en medio de aquel cuello flaco
que daba la sensación de que se hubiera tragado un limón y se le hubiera
quedado atascado para siempre en la garganta. Su cabellera pelirroja no conocía
el cepillo; en un lugar aparecía totalmente lacia y en otro le sobresalía en
forma de pinchos: un caso terminal de aspecto de recién levantado de la cama.
Pero era un genio absoluto con los ordenadores, y de hecho les caía bien a todas
ellas, de una forma protectora, como de hermana mayor. Era tímido, torpe y
totalmente despistado para todo excepto los ordenadores. En la oficina se
rumoreaba que él había oído decir que existían dos sexos diferentes, pero no
estaba seguro de que el rumor fuera cierto. Kellman era la última persona de la
que alguien sospecharía que tocara el culo a nadie.
—No me lo creo
—dijo Cande.
—Te lo estás
inventando —acusó Rochi.
Euge rió con
su ronca risa de fumadora y dio una larga calada al cigarrillo.
—Os juro por
Dios que es verdad. Lo único que hice fue cruzarme con él en el pasillo. Lo
siguiente que recuerdo es que me agarró con las dos manos y se quedó allí sin
más, sosteniéndome el trasero como si fuera una pelota de baloncesto y
estuviera a punto de ponerse a hacer regates.
Aquella
imagen mental las hizo reír a todas de nuevo.
— ¿Y qué
hiciste? —preguntó Lali.
—Pues nada
—admitió Euge—. El problema es que Bennett estaba mirando, el muy cabrón.
Todas
gimieron. A Bennett Trotter le gustaba mucho meterse con quienes él consideraba
que eran sus subordinados, y el pobre Kellman era su blanco favorito.
— ¿Qué iba a
hacer? —preguntó Euge, sacudiendo la cabeza en un gesto negativo—. De ningún modo
iba yo a proporcionarle más munición a ese gilipollas para que la usara contra ese pobrecillo. De modo que le di a
Kellman una palmadita en la mejilla y le dije algo en plan coqueto, algo así
como: «No sabía que te gustara». Kellman se puso más colorado que su propio
pelo y se escabulló al servicio de caballeros.
— ¿Qué hizo
Bennett? —preguntó Cande.
—Puso un
gesto de sonrisa satisfecha en la cara y dijo que de haber sabido que yo estaba
tan necesitada como para conformarme con Kellman, como acto de caridad hace ya
mucho que me habría ofrecido sus servicios.
Aquello
provocó una epidemia de ojos en blanco.
—Dicho de
otro modo, estuvo tan cabrón como siempre —dijo Lali con asco.
Por un lado
existía lo de ser políticamente correcto, y por el otro la realidad, y la
realidad era que las personas eran personas. Algunos tipos con los que habían
trabajado en Hammerstead eran unos asquerosos libertinos, y aquello no iba a
cambiar por mucho que se quisiera inculcarles sensibilidad. Sin embargo, la
mayor parte de los hombres eran aceptables, y todo se compensaba porque algunas
de las mujeres eran auténticas brujas con escoba. Lali había dejado de buscar
la perfección, en el trabajo y en todas partes. Cande opinaba que era demasiado
desconfiada, pero es que Cande era la más joven del grupo y su ingenuidad se
mantenía prácticamente intacta.
Aparentemente,
las cuatro amigas no tenían más en común que el lugar donde trabajaban.
Eugenia
Suarez, la jefa de contabilidad, tenía cuarenta y un años, la mayor de todas.
Se había casado y divorciado tres veces, y desde la última visita que hizo a
los tribunales, prefería relaciones menos formales. Llevaba el pelo teñido de
rubio platino, su hábito de fumar estaba comenzando a cobrarse su precio en el
cutis, y la ropa que vestía siempre le quedaba un poquito ajustada. Le gustaba
la cerveza, los hombres poco refinados y el sexo loco, y reconocía sentir
afición por jugar a los bolos. «Soy el sueño de todo hombre», decía ella riendo.
«Tengo gustos baratos dentro de un presupuesto caro.»
El novio
actual de Euge era un tipo llamado Bruck, un patán grandote y musculoso que no
gustaba a ninguna de las otras tres. En privado, Lali opinaba que tenía un
nombre muy apropiado, porque era denso como un ladrillo. Era diez años más
joven que Euge, trabajaba sólo de vez en cuando y pasaba la mayor parte del
tiempo bebiendo la cerveza de ella y viendo la televisión. Sin embargo, según Euge,
le gustaba el sexo exactamente igual que a ella, y eso era motivo suficiente
para aguantarlo durante un tiempo.
Candela
Vetrano, la más joven, tenía veinticuatro años y era la «octava maravilla» de
la división de ventas. Era alta, esbelta y poseía la gracia y la dignidad de un
gato. Su cutis perfecto era de un color caramelo pálido y cremoso, tenía una
voz suave y a veces demasiado chillona, y los hombres caían como moscas a sus
pies. Era, en efecto, todo lo contrario de Euge. Euge era descarada; Cande era
distante y refinada. La única vez que habían visto furiosa a Cande fue cuando
alguien la llamó «afroamericana».
—Soy
americana —replicó ella, volviéndose de pronto hacia el autor del insulto—.
Jamás he estado en África. Nací en California, mi padre era un alto oficial de
la Marina y yo no soy de ninguna raza de nombre compuesto. Tengo herencia
negra, pero también blanca. —Levantó un esbelto brazo y examinó el color del
mismo—. A mí me parece que soy morena. Todos somos de un tono de moreno
distinto, así que no intentes separarme.
El tipo
farfulló una excusa y Cande, siendo Cande, le dedicó una gentil sonrisa y lo
perdonó con tanta dulzura que él terminó pidiéndole una cita para salir. En la
actualidad estaba saliendo con un defensa del equipo de fútbol de los Detroit
Lions; por desgracia, se había colado por Victorio D’Alessandro aunque todo el mundo sabía que él se
relacionaba con otras mujeres en todas las ciudades en las que había un equipo
de la NFL. Con demasiada frecuencia los ojos castaño oscuro de Cande mostraban
una expresión afligida, pero ella se negaba a dejarlo.
Rocio
Igarzabal trabajaba en recursos humanos, y era la más tradicional de las
cuatro. Era de la edad de Lali, treinta años, y llevaba nueve años casada con
su novio del instituto. Ambos vivían en una agradable casa de las afueras en
compañía de dos gatos, un loro y un cocker spaniel. La única mancha en medio de
aquella felicidad era que Rochi deseaba tener hijos y su marido Pablo, no. En
su fuero interno, Lali pensaba que Rochi podría ser un poco más independiente.
Aunque Pablo trabajaba como supervisor en la Chevrolet, en el turno de tres a once,
y no estaba en casa, Rochi siempre estaba consultando el reloj, como si tuviera
que estar en casa a determinada hora. Por lo que Lali pudo deducir, Pablo no
aprobaba aquellas reuniones de los viernes por la noche. Lo único que hacían
era juntarse en Ernie's y cenar, y nunca se iban más tarde de las nueve; no era
precisamente que fueran de bar en bar bebiendo sin parar hasta la madrugada.
Bueno, no
había nadie que tuviera una vida perfecta, pensó Lali. Ella misma no tenía
grandes cosas que contar en el apartado amoroso. Estuvo comprometida en tres
ocasiones, pero todavía no había ido al altar. Después de la tercera ruptura, decidió
darse un descanso en cuanto a lo de salir con hombres y concentrarse en su
carrera. Y allí estaba, siete años después, todavía concentrándose. Contaba con
un buen historial de méritos, una cuenta bancaria saludable, y acababa de comprarse
su primera casa propia, si bien no estaba disfrutando de ella tanto como había creído en un principio, con aquel
cretino inconsiderado y de malas pulgas que tenía por vecino. Puede que fuera
policía, pero de todas formas la seguía poniendo nerviosa, porque, policía o
no, tenía todo el aspecto de ser un tipo capaz de prender fuego a tu casa si lo
pillabas con el pie torcido. Y ella lo había pillado con el pie torcido desde
el día mismo en que se mudó a vivir allí.
—Esta mañana
he tenido otro incidente con mi vecino —dijo Lali con un suspiro al tiempo que
apoyaba los codos sobre la mesa y la barbilla entre los dedos entrelazados.
—¿Qué ha
hecho esta vez? —Rochi era comprensiva porque, como todas sabían, Lali estaba atrapada
y los malos vecinos bien podían amargarle a uno la existencia.
—Iba con
prisa, y al dar marcha atrás choqué con el cubo de la basura. Ya sabéis lo que
ocurre cuando uno va con prisas, que siempre hace cosas que si fuera más despacio
no haría jamás. Esta mañana todo salió mal. Primero, mi cubo de la basura chocó
contra el del vecino, y la tapa saltó y rodó calle abajo. Ya podéis imaginaros
el ruido que armó. Él salió por la puerta principal como si fuera un oso,
chillando que yo era la persona más ruidosa que había conocido en su vida.
—Deberías haberle
volcado el cubo de basura —dijo Euge, que no creía en lo de ofrecer la otra mejilla.
—Me habría
detenido por alterar el orden público —replicó Lali en tono dolido—. Es policía.
Quiero mas! Y mañana subo, anduve sin tiempo. Perdón por no cumplir!
ResponderEliminarBesos genia
wuau es verdad es mas o menos como es cada una!!!! muy buena la nove, ya quiero saber quien es el vecino de Lali(? :O @LuciaVega14
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